¿Vale la pena?
Magnífico fragmento de El túnel del yo, ciencia de la mente y mito del sujeto, de Thomas Metzinger, que reproduzco tal cual en lo que sigue:
¿Hay motivos para el pesimismo fenomenológico? El concepto puede ser definido como la tesis de que la variedad de experiencia fenoménica generada por el cerebro humano no es un tesoro sino una carga: sopesados en la medida de una vida, la balanza entre alegría y sufrimiento se inclina hacia el último en casi todos los casos. Desde Buda a Schopenhauer, existe una larga tradición filosófica que afirma, fundamentalmente, que la vida no merece la pena ser vivida. No repetiré aquí los argumentos de los pesimistas, pero permítanme señalar que un modo de mirar al universo físico y la evolución de la conciencia consiste en la expansión de un océano de sufrimiento y confusión donde antes no había nada. Sí, es cierto que los automodelos conscientes trajeron por primera vez la experiencia de alegría y placer al seno del universo físico, un universo en el que nada parecido había ocurrido antes. Pero se está haciendo también evidente que la evolución psicológica no llegó a optimizarnos para la felicidad duradera; al contrario, nos colocó en el circuito cerrado del hedonismo. Nos vemos dirigidos hacia el placer y el goce, a evitar el dolor y la depresión. La rueda del placer es el motor inventado por la naturaleza para mantenernos en marcha. Podemos reconocer esta estructura en nosotros mismos, pero nunca seremos capaces de escapar de ella. Somos esta estructura.
En la evolución de los sistemas nerviosos, el número de sujetos conscientes así como la profundidad de sus estados experienciales (esto es, la riqueza y variedad de los matices sensoriales y emocionales en los que el sujeto podría sufrir) han venido creciendo continuamente, y este proceso no ha terminado aún. La evolución misma no es un proceso a celebrar: conducida por el azar y ciega a la inteligencia. Es implacable en el sacrificio de los individuos. Inventó el sistema de recompensas en el cerebro; inventó los sentimientos negativos y positivos para la motivación de conductas; nos colocó en la rueda del hedonismo que nos fuerza constantemente a ser cada vez más felices, sentirnos bien, sin poder alcanzar estados estables. Ahora, sin embargo, podemos ver claramente que todo este proceso no ha optimizado nuestros cerebros para la felicidad como tal. Las máquinas del yo biológicas, como el Homo sapiens, son eficientes y elegantes, pero hay datos empíricos que muestran que la felicidad nunca fue un fin en si mismo.
De hecho, de acuerdo con el punto de vista naturalista, no somos fines. Estrictamente hablando, ni siquiera hay fines, la evolución simplemente ocurrió. Por supuesto, aparecieron las preferencias subjetivas, pero el proceso general no muestra el menor respeto por ellas. La evolución no muestra respeto por el sufrimiento. Si esto es cierto, las leyes de la evolución psicológica obligan a ocultar a la máquina del yo el hecho de estar atrapada en la rueda del hedonismo. Sería una desventaja que este conocimiento de la estructura de su propia mente quedara reflejado en el automodelo consciente de modo duradero. Desde una perspectiva evolutiva tradicional, el pesimismo filosófico implicaría inadaptación. Pero ahora las cosas han cambiado: la ciencia comienza a interferir con los mecanismos naturales de represión; comienza a arrojarse luz sobre este rincón oscuro de la máquina del yo.
Si examinamos de cerca la fenomenología de sistemas biológicos de nuestro planeta, las variedades de sufrimiento consciente son por lo menos tan dominantes como la fenomenología de la visión en color o la capacidad de pensamiento consciente. La capacidad de ver en color apareció recientemente, y la de pensar conscientemente pensamientos abstractos complejos y ordenados, aparece solamente con el advenimiento humano. Dolor, pánico, celos, desesperación, miedo a la muerte, etc., aparecieron hace millones de años en un número inmensamente más grande de especies.
La verdad podría ser tan valiosa como la felicidad. No es difícil imaginar a alguien que viva una vida miserable al tiempo que produce importantes contribuciones cientiticas o filosóficas. Una persona que bien puede estar atormentada por achaques y donlores, por la soledad y las dudas, pero su vida tiene un valor indudable dadas sus contribuciones al crecimiento del conocimiento. Si el mismo lo cree, podría experimentar conscientemente confort en este hecho. Muchos estarán de acuerdo en que este tipo de felicidad «epistémica» puede compensar mucha de la infelicidad del tipo puramente fenoménico.
Lo mismo puede decirse de los logros artísticos o de la integridad moral como fuentes de felicidad. Si tiene algún sentido en absoluto hablar del valor de la existencia humana, deberemos conceder que consistirá en algo más que la experiencia consciente de felicidad.
Hasta aquí la cita de Metzinger. Me parece divertido añadir una expresión en inglés equivalente al valer la pena. Se trata the game is not worth the candle, quizás del francés, le jeu ne vaut pas la chandelle, aquí referido a la vida como juego. Su origen parece estar en el siglo XVII y vendría a cuestionar si el juego en el que planeamos embarcarnos nos va a reportar placer que merezca el gasto en iluminación, con velas por entonces. Es bueno aquí que el papel de la iluminación la juegue nuestra propia vida en forma de conciencia, de darse cuenta, siendo el coste de la iluminación el dolor que eso lleva aparejado de forma inevitable. Y nada más acertado que la vida como un juego que hemos olvidado que es un juego.
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